viernes, 13 de noviembre de 2020

Hillbilly, una elegía rural (Hillbilly Elegy 2020)


Cuando uno está viendo una película como Hillbilly Elegy se da cuenta de la diferencia que hay entre las historias que se nos cuentan habitualmente y lo que sería una forma de realismo. En principio, todo discurso se escribe desde una serie de convenciones. El realismo es, pues, cuestión de grado y de convenciones. En este sentido, el grado de realismo de Hillbilly Elegy es elevado y, habría que añadir, convincente. Los recursos que se utilizan en esta película nos muestran una voluntad realista y, por ello un distanciamiento respecto a otras forma de narración. No hace falta afinar demasiado; lo notas en tu estómago. Son como patadas en cada situación, en cada frase en cada mirada. Hay un deseo de que mires y sientas, que entiendas de una manera distinta a como lo haces en otros momentos. Le puedo asegurar que en esta película se sentirá incómodo. Es la incomodidad de verte confrontado con otra forma de contarte o, si se prefiere así, de que te cuenten lo que habitualmente no te cuentan.


Para que esto se haga realidad, hay tres requisitos básicos: un buen guión, unos buenos actores y una buena dirección. El orden de la secuencia no es casual. La película cuenta con un sólido guión de Vanessa Taylor, basado en un libro autobiográfico de J.D Vance, el joven abogado que logra salir de la Norteamérica rural, la abandonada y que se pudre en sus propios jugos,  de un Kentucky cerrado sobre sí mismo devorando a los que viven allí.

La historia está contada entre dos tiempos, un presente de oportunidades y un pasado de fracasos y dolores, de luchas y autodestrucción, de incomprensiones y debilidades. El pueblo es una jaula.

En estos días de elecciones norteamericanas se habla mucho de lo que habitualmente no se habla, de esos Estados Unidos centrales, de ese mundo rural de poblaciones pequeñas y pequeñísimas, de su mentalidad conservadora. La película ayuda a comprender esa "ruralidad" norteamericana y sus diferencias, como nos muestra la propia historia.

Hay toda una tradición en la literatura norteamericana, extensiva a sus historias cinematográficas, relativa a la necesidad de la huida de unos pueblos cerrados, claustrofóbicos, en los que no es posible ni vivir, ni crear ni prosperar. Son agujeros oscuros en los que solo cabe la maledicencia y una maldad aburrida. El mejor ejemplo quizá sea el clásico de Sherwood Anderson, Winesburg, Ohio, una descripción de esos pueblos en los que enormes fuerzas intentan que te quedes allí pero tu conciencia te dice que si lo haces nunca llegarás a nada. La palabra norteamericana más terrible es "perdedor", la que se contrapone al sueño del éxito, algo que solo es posible alejándose.

Absténganse lo que van al cine a soñar. La película es un jarro de agua fría que nos despierta a golpe de realismo en cada situación, en cada palabra. Las convenciones saltan ante otras nuevas, una suerte de realismo sucio, de Dirty Realism, término ya casi olvidado. Pero las palabras e imágenes finales nos remiten al mundo real, a los que vivieron aquellas situaciones, recogidas por J.D. Vance en su escrito autobiográfico, el mismo al que hemos visto moverse y luchar contra todos, contra sí mismo a lo largo de esta película.

Para que la historia pueda funcionar son necesarios actores que sean capaces de entender que no están en una película convencional, es decir, que no vale el repertorio convencional de signos con los que transmite habitualmente sus expresiones. Y es aquí donde los valores de la película se multiplican.

¡Qué extraordinarias interpretaciones de dos grandes actrices, Amy Adams y Glenn Close! Todo ese edificio levantado por la historia necesita ser creíble y lo es hasta límites insospechados. No sé cómo están las quinielas de los Oscar de este año tan raro, pero las interpretaciones de ambas actrices se merecen los máximos galardones por unos trabajos de una meticulosidad extrema y de una complejidad pocas veces vistas.

La complejidad del personaje sobre el que pivota la historia es Bev (Amy Adams),hija y madre, doble dimensión esencial, ya que recibe y da o, si se prefiere, no ha recibido y no da más que circunstancialmente. Es la chica que tenía un futuro pero que un embarazo adolescente ató para toda la vida a aquel pueblo y a su propia destrucción. Y es la hija de una madre, Mamaw (Glenn Close) que se siente responsable por no haber sido capaz de apoyarla en su momento y haber dejado que se autodestruyera. Unos caen y otros se salvan; unos son ayudados y otros se pierden en la negrura de la vida. La caída de unos actúa como culpa sobre otros, genera una fuerza destructiva.

Pero la idea central es que todos nos necesitamos, que las fuerzas para sobrevivir en la vida nos llegan de quienes nos quieren cuando nos fallamos a nosotros mismos. Una de esas patadas al estómago que recibimos es la de una dura lección, amarse no es una tarea fácil. La vida nos lo dice todos los días, pero el cine no siempre. El hecho de basarse en la vida de J. D. (un gran trabajo del actor Gabriel Basso, adulto, y de Owen Asztalos de adolescente) tiene la propia experiencia y la ausencia de disfraz. Vivir juntos no significa conocerse y conocerse no significa amarse. Por el mismo motivo, pelearse no significa odiarse, aunque a veces lo parezca. Es difícil olvidar algunas miradas tanto de Glenn Close como de Amy Adams. Pocas veces hemos sentido ese poder tan real en la vida cotidiana, esas miradas fulminantes, por las que se escapa esa ira que estalla, explosiva. El personaje de Bev va más allá de sus miradas, como en la escena en que el joven J.D. tiene que refugiarse en una casa.

El pueblo es un escenario destructivo. Es una trampa de la que se puede o no escapar. Quedarse allí es un riesgo, un enorme peligro. Toda la vida de Bev gira sobre el dolor de haber tenido unas buenas notas en el instituto pero no haber podido escapar. Es el drama del presente de J.D. que el pasado nos ayuda a comprender en todo su dramatismo. Esa cita a las 10 de la mañana que le espera para decidir su futuro es algo más que unas prácticas veraniegas. Es una decisión vital.

Hay otras buenas interpretaciones, como una muy convincente Haley Bennett, la hermana de J.D., también arrastrada por lo que ocurre en la familia, luchando por su propia felicidad, casi supervivencia. También ella aporta ese contrapunto a J.D. con el destino de las mujeres, que no es irse del pueblo, ya sea por fracaso personal o por amor.

La película está construida con pequeñas piezas, piezas violentas, de ese conflicto permanente, de la locura de unos y el remordimiento de otros. En el fondo, la conciencia culpable de haber fallado a unos o a otros dentro de una familia.

La tercera pata de la película es la dirección de Ron Howard. Es un director curtido en todo tipo de proyectos, pero quizá sea esta una de sus películas más personales, un proyecto alejado de lo que estamos acostumbrados a ver. La dirección se ajusta a las interpretaciones, que son el foco de la historia y aquello que nos transmite la fuerte carga emocional. Le queda la enorme tarea de coser las pequeñas piezas, como esas colchas de retazos, para que comprendamos el conjunto. La historia nos va arrastrando por el ambiente de ese pueblo que sirve de escenario para un drama vulgar, como es característico de las tragedias contemporáneas. Puede que el arte no los ennoblezca en sí, pero si nos muestra que existen hechos y momentos de dignidad humana en cualquier apartado rincón. La tragedia está en la condición humana, es decir, no tiene que ver con la nobleza, sino con el sentido de que no tenemos más que una vida, que el tiempo no vuelve atrás y que las oportunidades perdidas han quedado en el camino. "Responsabilidad", nos dirán en la película, afrontar las responsabilidades de lo que hacemos, sus consecuencias, es lo que realmente dignifica la figura trágica.

La película es dura por ese realismo descarnado y humano, por ese dolor constante, ese odio a uno mismo, que vemos en los personajes. Pero se equilibra con la fuerza que encontramos, si sabemos buscarla, en los demás.

La historia es tan cotidiana que se hunde en la vulgaridad, en los seres que existen porque los miramos y nos compadecemos de ellos. También la tragedia clásica buscaba nuestra compasión, quizá porque es lo que nos hace realmente humanos. Olvidar, perdonar, vivir, continuar, apoyar... son verbos sobre los que se construye esta película, como la vida misma.

Un gran reconocimiento a esas actrices que han sido capaces de transformarse ellas mismas, salir de sus papeles, para volverse humanas. Cuesta identificar a Glenn Close como la elegante Marquesa de Merteuil, de Las amistades peligrosas, o a Amy Adams como la Louise Lane de Superman. Pero esa es la magia del actor, salir de sí mismo para que podamos entrar en ellos.

Vi la película solo, en un cine vacío, en primera sesión. Merece la pena verse. Quizá todos queramos ir al cine a distraernos, al olvidar el duro mundo exterior. Hillbilly Elegy es lo contrario. No se sale con pesimismo, sino como de una verdadera tragedia, purgado, con la lucidez de ver con claridad aquella tragedia que se repite una y otra vez en todos rincones del mundo. La vida es lucha y caída, levantarse y seguir. Lo demás... es espectáculo.

J. Mª Aguirre

 


Hillbilly, una elegía rural (Hillbilly Elegy 2020)  

Director: Ron Howard

Guionista: Vannessa Taylor, sobre la obra de J.D. Vance

Intérpretes: Amy Adams, Glenn Close, Bo Hopkins, Gabriel Basso, Freida Pinto, Owen Asztalos, Haley Bennett

Nacionalidad: USA

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