La
historia está contada entre dos tiempos, un presente de oportunidades y un
pasado de fracasos y dolores, de luchas y autodestrucción, de incomprensiones y
debilidades. El pueblo es una jaula.
En estos días de elecciones norteamericanas se habla mucho de lo que habitualmente no se habla, de esos Estados Unidos centrales, de ese mundo rural de poblaciones pequeñas y pequeñísimas, de su mentalidad conservadora. La película ayuda a comprender esa "ruralidad" norteamericana y sus diferencias, como nos muestra la propia historia.
Hay
toda una tradición en la literatura norteamericana, extensiva a sus historias
cinematográficas, relativa a la necesidad de la huida de unos pueblos cerrados,
claustrofóbicos, en los que no es posible ni vivir, ni crear ni prosperar. Son
agujeros oscuros en los que solo cabe la maledicencia y una maldad aburrida. El
mejor ejemplo quizá sea el clásico de Sherwood Anderson, Winesburg, Ohio, una
descripción de esos pueblos en los que enormes fuerzas intentan que te quedes
allí pero tu conciencia te dice que si lo haces nunca llegarás a nada. La
palabra norteamericana más terrible es "perdedor", la que se contrapone
al sueño del éxito, algo que solo es posible alejándose.
Absténganse
lo que van al cine a soñar. La película es un jarro de agua fría que nos
despierta a golpe de realismo en cada situación, en cada palabra. Las
convenciones saltan ante otras nuevas, una suerte de realismo sucio, de Dirty
Realism, término ya casi olvidado. Pero las palabras e imágenes finales nos
remiten al mundo real, a los que vivieron aquellas situaciones, recogidas por J.D.
Vance en su escrito autobiográfico, el mismo al que hemos visto moverse y
luchar contra todos, contra sí mismo a lo largo de esta película.
Para
que la historia pueda funcionar son necesarios actores que sean capaces de
entender que no están en una película convencional, es decir, que no vale el
repertorio convencional de signos con los que transmite habitualmente sus
expresiones. Y es aquí donde los valores de la película se multiplican.
¡Qué extraordinarias interpretaciones de dos grandes actrices, Amy Adams y Glenn Close! Todo ese edificio levantado por la historia necesita ser creíble y lo es hasta límites insospechados. No sé cómo están las quinielas de los Oscar de este año tan raro, pero las interpretaciones de ambas actrices se merecen los máximos galardones por unos trabajos de una meticulosidad extrema y de una complejidad pocas veces vistas.
La complejidad del personaje sobre el que pivota la historia es Bev (Amy Adams),hija y madre, doble dimensión esencial, ya que recibe y da o, si se prefiere, no ha recibido y no da más que circunstancialmente. Es la chica que tenía un futuro pero que un embarazo adolescente ató para toda la vida a aquel pueblo y a su propia destrucción. Y es la hija de una madre, Mamaw (Glenn Close) que se siente responsable por no haber sido capaz de apoyarla en su momento y haber dejado que se autodestruyera. Unos caen y otros se salvan; unos son ayudados y otros se pierden en la negrura de la vida. La caída de unos actúa como culpa sobre otros, genera una fuerza destructiva.
Pero la
idea central es que todos nos necesitamos, que las fuerzas para sobrevivir en
la vida nos llegan de quienes nos quieren cuando nos fallamos a nosotros
mismos. Una de esas patadas al estómago que recibimos es la de una dura lección,
amarse no es una tarea fácil. La vida nos lo dice todos los días, pero el cine
no siempre. El hecho de basarse en la vida de J. D. (un gran trabajo del actor
Gabriel Basso, adulto, y de Owen Asztalos de adolescente) tiene la propia
experiencia y la ausencia de disfraz. Vivir juntos no significa conocerse y conocerse
no significa amarse. Por el mismo motivo, pelearse no significa odiarse, aunque
a veces lo parezca. Es difícil olvidar algunas miradas tanto de Glenn Close
como de Amy Adams. Pocas veces hemos sentido ese poder tan real en la vida
cotidiana, esas miradas fulminantes, por las que se escapa esa ira que estalla,
explosiva. El personaje de Bev va más allá de sus miradas, como en la escena en
que el joven J.D. tiene que refugiarse en una casa.
El
pueblo es un escenario destructivo. Es una trampa de la que se puede o no
escapar. Quedarse allí es un riesgo, un enorme peligro. Toda la vida de Bev
gira sobre el dolor de haber tenido unas buenas notas en el instituto pero no
haber podido escapar. Es el drama del presente de J.D. que el pasado nos ayuda
a comprender en todo su dramatismo. Esa cita a las 10 de la mañana que le
espera para decidir su futuro es algo más que unas prácticas veraniegas. Es una
decisión vital.
Hay
otras buenas interpretaciones, como una muy convincente Haley Bennett, la
hermana de J.D., también arrastrada por lo que ocurre en la familia, luchando
por su propia felicidad, casi supervivencia. También ella aporta ese
contrapunto a J.D. con el destino de las mujeres, que no es irse del pueblo, ya
sea por fracaso personal o por amor.
La
película está construida con pequeñas piezas, piezas violentas, de ese
conflicto permanente, de la locura de unos y el remordimiento de otros. En el
fondo, la conciencia culpable de haber fallado a unos o a otros dentro de una
familia.
La
tercera pata de la película es la dirección de Ron Howard. Es un director
curtido en todo tipo de proyectos, pero quizá sea esta una de sus películas más
personales, un proyecto alejado de lo que estamos acostumbrados a ver. La
dirección se ajusta a las interpretaciones, que son el foco de la historia y
aquello que nos transmite la fuerte carga emocional. Le queda la enorme tarea
de coser las pequeñas piezas, como esas colchas de retazos, para que
comprendamos el conjunto. La historia nos va arrastrando por el ambiente de ese
pueblo que sirve de escenario para un drama vulgar, como es característico de
las tragedias contemporáneas. Puede que el arte no los ennoblezca en sí, pero
si nos muestra que existen hechos y momentos de dignidad humana en cualquier apartado
rincón. La tragedia está en la condición humana, es decir, no tiene que ver con
la nobleza, sino con el sentido de que no tenemos más que una vida, que el
tiempo no vuelve atrás y que las oportunidades perdidas han quedado en el
camino. "Responsabilidad", nos dirán en la película, afrontar las
responsabilidades de lo que hacemos, sus consecuencias, es lo que realmente
dignifica la figura trágica.
La
película es dura por ese realismo descarnado y humano, por ese dolor constante,
ese odio a uno mismo, que vemos en los personajes. Pero se equilibra con la
fuerza que encontramos, si sabemos buscarla, en los demás.
La
historia es tan cotidiana que se hunde en la vulgaridad, en los seres que
existen porque los miramos y nos compadecemos de ellos. También la tragedia clásica
buscaba nuestra compasión, quizá porque es lo que nos hace realmente humanos.
Olvidar, perdonar, vivir, continuar, apoyar... son verbos sobre los que se
construye esta película, como la vida misma.
Un gran
reconocimiento a esas actrices que han sido capaces de transformarse ellas
mismas, salir de sus papeles, para volverse humanas. Cuesta identificar a Glenn
Close como la elegante Marquesa de Merteuil, de Las amistades peligrosas, o a Amy Adams como la Louise Lane de Superman. Pero esa es la magia del
actor, salir de sí mismo para que podamos entrar en ellos.
Vi la
película solo, en un cine vacío, en primera sesión. Merece la pena verse. Quizá
todos queramos ir al cine a distraernos, al olvidar el duro mundo exterior. Hillbilly Elegy es lo
contrario. No se sale con pesimismo, sino como de una verdadera tragedia,
purgado, con la lucidez de ver con claridad aquella tragedia que se repite una y otra
vez en todos rincones del mundo. La vida es lucha y caída, levantarse y seguir. Lo
demás... es espectáculo.
J. Mª Aguirre
Hillbilly,
una elegía rural (Hillbilly Elegy 2020)
Director:
Ron Howard
Guionista: Vannessa Taylor, sobre la obra de J.D. Vance
Intérpretes: Amy Adams, Glenn Close, Bo Hopkins, Gabriel
Basso, Freida Pinto, Owen
Asztalos, Haley Bennett
Nacionalidad: USA